Se sentó. Enfrentó la computadora para escribir algo
emocionante y relativamente bueno.
Martilló algunas teclas, como para ver si funcionaban
bien, mero acto sin finalidad, solo para ensayar el movimiento de los dedos que
esperaban acuciantes el veredicto que les dictara el cerebro. Miró el monitor y se encontró con un espacio en
blanco que simulaba una hoja blanca donde debía teclear lo que estaba en su
cabeza. Intrépida transposición de mundos paralelos, donde el instrumento preciado
son diez dedos regordetes que maquinalmente se equivocan al presionar las
teclas deseadas. Tardó en comprender aquel distanciamiento.
Sin embargo, siguió apoyando sus dedos infructuosos
para ver si a la larga acostumbraba a los inservibles a su cansador trabajo…
Luego de haber llenado siete renglones con palabras
que no tuvieron significado cuando releyó, se decidió a borrar todo sin el
menor tapujo, sabía que no podía producir cualquier cosa: necesitaba algo
valioso y con un efecto final para que causara algo en el público.
Masticó unas ideas que volaron al menor descuido.
Reformuló algunas palabras de una oración que había pensado como inicio, pero
las desechó todas por no poder continuar con la temática. Satisfizo el deseo de
escribir “descuido”, “sensaciones”, “amoríos” y “extrañeza”: al cabo de un
segundo suprimió cada letra.
La ansiedad de empezar lo carcomía y las imperiosas
agujas del reloj lo iban despedazando de a poco, hasta que quedó totalmente
encorvado sobre la silla que lo sostenía. Sostuvo los dedos en el aire y sobre
las teclas para ver si estas imantaban a los otros y los hacía correr sobre las
letras blancas. Nada se movió, solo un leve tintineo que apareció en el extremo
inferior de su computadora, le estaba indicando que de a poco se quedaba sin
carga.
Decidido a escribir por lo menos el comienzo se
rehízo de esfuerzos y revolotearon en su cabeza algunos esbozos, que se
diluyeron rápidamente mientras golpeaba las letras para fundar la primera
palabra. Sintió un sofoco espectacularmente angustioso y quedó con los ojos
perdidos en la nada en dirección a la pantalla. Repasó lo que había escrito
-solo una palabra- y pensó cómo podía continuar: Bajo las estrellas la piel se le estremecía lentamente… Era un buen
comienzo, misterioso y poético, pero un comienzo de qué, pensó enseguida. En el horizonte se divisaba una sombra que
se acercaba como una hoja arrastrada por el viento del sur. Iba tomando
forma. La luna se escondió entre pequeñas
nubes que deambulaban inconscientes. Al fin, pensó. Luego de tantos intentos fallidos por fin encontraba su comienzo.
La luz roja de la parte inferior aumentaba el tintineo, justo ahora que
encontró su comienzo perfecto. Cuando hubo calculado el tiempo que le quedaba
para escribir volvió a leer lo que estaba en la pantalla: ya no era lo mismo.
Como un autómata deslizó su dedo índice hacia el botón de borrar.
Ya no había nada, en la pantalla solo veía una
impoluta hoja digital blanca, su cabeza se asemejaba bastante a esta hoja.
Se recostó sobre el respaldo del asiento, tamborileó
sobre la mesa. Cansado de ejercitar sus dedos profirió un suspiro atroz y apagó
la computadora.
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